Del pensamiento de Albert Camus la sentencia más conocida es la que dice “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, o sea, juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida. Pero, naturalmente, no todos piensan como él. Para otros, en cambio. el asunto fundamental, la cosa en sí, es una idea patriótica, o futbolística. Y finalmente hay un tercer y nutrido grupo, en el que me encuentro, que considera que el único y verdadero problema, el tema de palpitante actualidad, son los marcianos. Los “marcianitos sentimentales” a los que cantó Jaume Sisa, cantautor galáctico. Francis Crick, el descubridor de la estructura del ADN y uno de los físicos más inteligentes del siglo XX, estaba convencido de que la vida en la Tierra la había sembrado alguna civilización extraterrestre. El otro día tuve ocasión de preguntarle sobre este asunto al eminente físico David Jou.
—¿Usted cree que hay vida inteligente fuera de la Tierra?
—Vida —me respondió Jou— la hay esparcida por todo el universo, pero es improbable que haya vida inteligente.
—Pues Crick estaba convencido de…
—Estar convencido de algo no es una demostración, ni siquiera en el caso de Crick.
—¿Pero no le parece a usted, señor Jou, que tanto la ley de probabilidades como el principio de mediocridad (que destaca el hecho de que los componentes de la vida en la Tierra sean los más comunes en todo el universo) apuntan a que tiene que haber en otros planetas vida inteligente?Tuve que darle la razón. Nuestra conversación siguió por derroteros interesantes para mí. Tuvo lugar en la librería Alibri, antes Herder, en la calle de Balmes, donde se presentaban los cuatro primeros títulos de la colecciónEl espejo y la lámpara, del servicio de publicaciones de la Universidad Autónoma. La dirige Gonzalo Pontón Gijón, editor de vasta cultura y afilada inteligencia, que se propone aprovechar y fijar en libros el capital intelectual y científico de la comunidad docente de Bellaterra y su experiencia didáctica; o sea, el hábito de explicar con la mayor transparencia posible materias en principio arduas. Estaba allí, por ejemplo, el psiquiatra Adolf Tobeña, que a partir del éxito extraordinario de sus conferencias sobre un tema de palpitante actualidad (y que aún lo será más en las próximas décadas) publica en esta colección el ensayo Mentes lúcidas y longevas. Jou, por su parte, presentabaCerebro y universo, dos cosmologías, donde revela similitudes sorprendentes entre el cosmos y el cerebro. Después de celebrado el acto nos sirvieron unos refrescos, y asalté de nuevo la paciencia de Jou, pues no estaba yo dispuesto a renunciar así como así a los queridos extraterrestres:
—Sí, claro, el principio de mediocridad… pero hay algunos factores que hacen excepcional nuestro planeta. Por ejemplo, no sabemos lo que la Luna... ¿Ha pensado usted en la Luna?…
Solo en los términos, hubiera podido responderle, que propone Lugones en su Lunario sentimental. Él me hubiera entendido porque, además de eminente físico, Jou es poeta, ha publicado varios libros de versos y de hecho su primera y más fuerte vocación es la poesía. Como no tomé notas de la charla ahora no puedo reproducir exactamente lo que me dijo, pero en resumen aunque no en sus términos fue esto: para que los organismos unicelulares simplicísimos evolucionen hasta la aparición de seres con un cerebro inteligente es precisa una transición de mucho tiempo, muchísimo, muchos millones de años, y en condiciones precisas y estables; ahora bien, parece ser que la estrecha y exacta relación gravitatoria que mantiene el planeta con su satélite así como otros elementos de esa relación garantizan esa estabilidad sostenida, que no es para nada habitual en el cosmos. Muy al contrario, el centro del universo es un tremendo caos de colisiones y fusiones y muertes de estrellas y lluvias de meteoritos, fríos siderales y fuegos candentes, catástrofes colosales… como una batalla del Somme en términos galácticos.
En fin, todo esto, naturalmente, está relacionado con el sentido y el origen de las cosas; o sea, de las preguntas fundamentales. A mí no me parece que estén chiflados, sino solo desorientados, Luis José Grifol y los cientos de aficionados a la ufología que el día 11 de cada mes, desde hace 30 años, se reúnen en la montaña de Montserrat a mirar el cielo, donde perciben con pasmosa asiduidad extrañas señales lumínicas y ovnis. Yo, desde luego, pienso presentarme allí cualquier día 11, con una fiambrera y un termo de té y los prismáticos. Entiendo que la elección de Montserrat como avistadero extraterrestre es una redundancia, una evidente alusión o ilusión religiosa. Y entiendo también que estas ilusiones tienen una relación fluida aunque no evidente con la cuestión de Camus. El año pasado, le conté a Jou, casualmente conocí cerca de Bad Ischl, Austria, al célebre físico cuántico Antón Zeilinger, el mago de la teletransportación, que impartía en su laboratorio un seminario sobre el tiempo para un grupo de jóvenes físicos. “¿El tiempo? Es un tema fundamental de la literatura moderna”, le dije, y él, tomándome la palabra, me invitó a impartir una conferencia a sus alumnos y allí hablé de Proust y Faulkner y otros, pero luego me di cuenta de que la literatura que les interesaba a aquellos físicos era casi exclusivamente la ciencia ficción. Les encantaba a aquellos científicos en los momentos de recreo especular sobre la posibilidad de la existencia de Dios y sobre la vida extraterrestre. A Jou creo que todo esto no le extrañó nada.
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